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Estoy sentado en la terraza de un café de la plaza de San Marcos, en Venecia, mirando a la gente que hace cola para subir al campanario, desde donde hay una vista espléndida de esta ciudad singular. Eso de la vista espléndida lo digo por boca de terceros, pues nunca he subido allá arriba. Hace trece años –desde que me jubilé de reportero dicharachero de Barrio Sésamo– que paso aquí cada Nochevieja. Conozco bien la ciudad, pero sigo sin saber cómo se ve Venecia a vista de gaviota. Nunca subí al campanile ni a donde los caballos, arriba, en la catedral. Ni creo que lo haga. No soy muy de alturas, e incluso algunas bajuras siguen sin darme frío ni calor: cero grados. Quiero decir con esto que soy un turista más bien apático, de los que coleccionan pocas fotos. O ninguna.
Jamás subí a la torre Eiffel, por ejemplo. En Gizeh siempre me quedé sentado a la sombra de la Esfinge, fumando un cigarrillo, mientras veía desplomarse a lo lejos, rodando pirámides abajo, a turistas osados y sudorosos que añadían el infarto de miocardio a sus bonitos recuerdos viajeros. Lo mismo hice en Teotihuacan, en Notre Dame, en Samarra, en Nueva York y en cuantos lugares recuerdo. Únicamente en Waterloo recorro siempre todo el campo de batalla y subo hasta el león; pero háganse cargo: se trata de Waterloo. Por otra parte, no es cuestión de trepar o no trepar. Viajo desde hace cuarenta años, pero hay ciudades y lugares donde conozco, pese a frecuentarlos de toda la vida, sólo algunos hoteles, cafés, restaurantes o librerías, unas calles, un puente o un paisaje. En París apenas salgo de la orilla izquierda, en Florencia me muevo entre el río y un par de plazas, en Buenos Aires pocas veces me alejo del café La Biela, ni en Culiacán del mercadito Buelna o la cantina La Ballena. Las incursiones fuera del territorio habitual me dan pereza. Hay monumentos famosos que nunca vi, museos que nunca visité, paisajes que nunca admiré; mientras que otros podría dibujarlos de memoria, detalle a detalle, si tuviera mano. Como dice uno de los marinos de La carta esférica –y disculpen que me cite, pero viene al caso–: «Bajé a tierra en Panamá y sólo llegué hasta el primer bar».
Creo que esa apatía parcial viene de mis tiempos de reportero, cuando viajar era un trabajo y no una actividad relacionada con el ocio. Era frecuente, entonces, llegar a una ciudad, ir al hotel, trabajar en la zona concreta del conflicto, enviar las crónicas y regresar cuando aquello dejaba de ser noticia, sin tiempo para otra cosa. Tengo la memoria llena de trozos de ciudades que conocí de ese modo: San Salvador, Beirut, Nicosia, Teherán, Yamena, Managua, Jartum, Bagdad, Sarajevo… Casi todas figuran en mis recuerdos reducidas a lugares concretos, bares, hoteles, cafés, tugurios, calles y plazas que a veces corresponden a paisajes sombríos, desprovistos de gente y de vida. En esta memoria incompleta de ciudades y lugares, no siempre hay visión de conjunto, referencias artísticas, monumentales o turísticas. Eso imprime una especie de carácter, supongo. Una forma de mirar. Resignación ante lo que ves, lo que puedes ver y lo que nunca verás. Ante lo que ya te da igual ver o no. Supongo que uno –ése al menos es mi caso– establece su territorio en cada sitio: sus referencias estables, acogedoras, seguras. Aquello que controla, que conoce. Ámbito donde la sorpresa o la incertidumbre se reducen hasta límites razonables. Donde no se pisan minas. Después, creo, llevas contigo esa forma de ver las cosas al resto de tu vida, a los lugares en apariencia ordenados y tranquilos. Y estableces allí el mismo esquema, la misma visión del espacio propio. Supongo que sí. Creo que eso es lo que me pasa.
Además, resulta cómodo en los tiempos que corren. Ahora que la cultura se ha hecho democrática y todos tenemos derecho a orinar amontonados en su portal, y el nivel Maribel de ésta se calcula en función de los ocho segundos que el visitante permanece ante La batalla de San Romano, del número de autocares aparcados ante la columna Trajana o de la longitud de las colas de turistas que, por decreto, desfilan este año ante los Goya del museo del Prado, la ausencia de ambición turística puede ser, incluso, satisfactoria y práctica. Te sientas en el rincón escogido, lees, piensas, miras. Da igual no verlo todo. En vez de correr de un lado a otro, empujando a la gente cámara en mano, procuras exprimir discretamente el rincón que elegiste o te cayó en suerte, agotándolo hasta la última pincelada o la última piedra. No hay museo, real o metafórico, que pueda visitarse en una hora. Ni siquiera en una vida. Y a menudo las mejores salas, los mejores lugares, están vacíos. Así, además, no te empujan y subes pocos escalones. Te cansas y te cabreas menos.
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